Mi profesora Luz Marina

Juan Antonio Villalba Velásquez

 

 

 

Mi profesora Luz Marina

 

Esta tarde, sentado en mi mecedora y mientras contemplaba un hermoso atardecer recordé a mi profesora Luz Marina. Mi ser se emocionó a tal punto que en un segundo recorrí cuarenta y seis años en el pasado y mis recuerdos despertaron en ese marzo de 1975. Era mi primer año de la primaria: en el primer piso del edificio principal del instituto san Ignacio de Loyola, a su costado izquierdo, había un amplio pasillo que llevaba a tres anchos escalones y una maciza puerta de madera. Su color era verde y tenía dos hojas. Se semejaba a la entrada de un búnker, y así era: resguardaba a su interior un mundo de fantasía que alimentaba mis ilusiones y mis sueños.
Esa mañana al despertar, y mientras mi amada madre me bañaba y vestía, y mi adorado padre me llevaba en bicicleta al colegio; yo solo pensaba en reencontrarme con ella, mi profesora Luz Marina. Entonces, crucé la gran puerta verde y corrí: y como siempre, en la entrada del aula estaba ella con su cálida sonrisa. El marfil de sus dientes iluminaba mi existencia, su largo cabello negro adornaba su hermoso rostro, su profunda mirada hipnotizaba mi alma y me llevaba al extraordinario laberinto del saber. Fue ella quien despertó mi pasión por el conocimiento: formidable maestra que en el ábaco me enseñó los secretos de la aritmética, con su dulce voz llevó a mis inocentes tímpanos el mensaje de bonitas fábulas, con su delicada mano tomó la mía y corrigió mis torpes trazos, y con sapiencia me enseñó a decirle gracias a la vida. Con cariño ella escribía en mi cuaderno de tareas la nota de cada día; me gustaba leer sus buenos y alentadores comentarios: “Juan Antonio, haz mejorado tu escritura, sigue así. ¡Felicitaciones!”. Si perfeccioné mi lectura fue por entender bien su mensaje, y por replicar en mi mente y mi corazón sus bellas palabras.
Un día se me hizo extraña la nota que mi profesora Luz Marina envío a mi padre: “Buen día, don Fidel, la presente es para citarlo el día de mañana a una pequeña reunión; le debo comentar algo importante sobre su hijo”.
Al finalizar la tarde, como de costumbre mi padre revisó mis tareas y leyó la comunicación; se quedó pensando por un instante y luego me preguntó:
—¿Qué daño hiciste en el colegio?...
Yo me paralicé por completo y no supe que responder, porque al igual que él no tenía ni la más mínima idea de lo que estaba pasando.
A la mañana siguiente, mi padre y yo, pronto llegamos al colegio y mi profesora Luz Marina se reunió con nosotros. Se escuchó su dulce voz:
—Don Fidel, puede estar tranquilo, su hijo no ha hecho nada malo. El motivo de esta citación es que me he dado cuenta que Juan Antonio está teniendo problemas de visión. En el puesto que estaba antes se levantaba de su pupitre y se acercaba al tablero para poder leer la explicación. Ahora a pesar que está en la primera fila, he notado que aún se esfuerza al leer.
Una suave brisa corrió en mi pecho:
—¡Ah, era eso! —pensé.
Esa misma tarde, mi padre me llevó al especialista quien con su diagnóstico me formuló los lentes para tratar mi problema de visión.
Fue apoteósico el recibimiento cuando llegué al aula con mis lentes. En el rostro de mi profesora Luz Marina se podía ver su alegría; me miró con tanta satisfacción que aún su imagen permanece grabada en mi ser. Gracias profesora Luz Marina, porque más allá de tu deber, tú fuiste mi ángel.
—¡Te ves simpático con tus lentes nuevos, pareces un científico! —ella dijo.
Y aún me lo creo, pues me la paso investigando y descubriendo las ciencias, e inventando artefactos en busca de soluciones. No solo pude ver más claro el tablero, también mis ojos contemplaron la plenitud de su belleza.
Una mañana gris y lluviosa, el frío penetró mis huesos, por primera vez en mi vida me encontré de frente con el infortunio: al cruzar la gran puerta verde escuché el silencio, y vi la tristeza en los docentes y en mis compañeros. Mi profesora Luz Marina no estaba en la puerta del aula. ¡El frío llegó a mi alma!...
—¡Está en el comedor llorando —un niño dijo.
Quise correr y no pude, mis piernas temblaban y fue eterno el camino al comedor. Cuando llegué: ella me miró, se acercó y se cuclilló frente a mí. Sus lágrimas brotaban cual manantial de dolor:
—¿Por qué lloras?... —le pregunté.
—¡Mi padre se fue al cielo!... —ella respondió.
Sin entender la magnitud de lo que había sucedido la abracé y ella lloró en mi hombro... Solo entendí su pena veinticinco años después cuando mi adorado Fidel tomó ese mismo rumbo...

 

J.A.V.V.